Las Trufas de Espartillar en un informe del diario La Nación

ESPARTILLAR, Buenos Aires.- Por siglos se pensó que la trufa crecía por generación espontánea, lo que le dio un halo de misterio que cruzó la historia hasta estos días. En Espartillar, un pequeño pueblo de 800 habitantes del Partido de Saavedra, en el sudoeste bonaerense, desde hace siete años que desde mayo a septiembre, la época de la cosecha, la pregunta más relevante es si los perros pudieron olfatear trufas.

El territorio de la intensa búsqueda es el campo que “Trufas del Nuevo Mundo” tiene a unos kilómetros del pueblo. Custodiado por el cordón serrano de Ventania, 20.117 árboles esconden en sus raíces un hongo que es considerado “el diamante negro” de la gastronomía mundial, y que algunos sibaritas llegan a pagar hasta 2000 euros el kilo. En la Argentina hay un puñado de emprendimientos truferos que prosperan con este mismo espíritu, como en la Patagonia y Tucumán, además de Buenos Aires.

La trufa es un hongo simbionte que crece adherido a la raíz de robles y encinas. El olfato humano no es capaz de sentirlo, por lo que se usan perros adiestrados que sienten su indescriptible aroma que nace en lo profundo de la tierra. “Acompañar a los perros para buscar trufas es una experiencia intransferible: cuando la encontrás es muy gratificante, te emociona”, dice Tomas de Hagen, ingeniero forestal a cargo de la plantación y de la cosecha.
En 2011, cinco personas compraron un campo cerca del para ellos ignoto Espartillar. Tenían un sueño: cosechar trufas en Buenos Aires, pero de un modo tal que pudieran competir a nivel internacional. También los guió la idea de educar el paladar argentino, y trabajar para que las trufas salgan de los restaurantes exclusivos y se acerquen a las mesas de las casas. “Llegamos a un campo que era pura pampa, donde hacía mucho frío y pensábamos cómo atraer inversores”, recuerda Alejandra García, presidenta de la empresa.
La idea contagió, los fondos llegaron, y en poco tiempo plantaron robles y encinas inoculadas en sus raíces con el hongo. “La trufa negra de invierno se llama tuber melanosporum; es la variedad que crece en la Argentina. Comienza a germinar en noviembre, se desarrolla en verano, otoño y termina madurando en invierno”, explica de Hagen.

Sin perros, no hay trufas
El hongo capta los minerales y el agua de la tierra y se los pasa a la planta, mientras que ella le devuelve nutrientes que lo fortalecen. Ambos son uno, pero para que crezca se deben dar condiciones ideales: el suelo no se puede encharcar, y el régimen de lluvias debe ubicarse entre 600 a 700 mm, el PH debe ser equilibrado (7,5) y cuando todo esto se reúne, la trufa, siguiendo patrones naturales que muchos adjudican al misterio, crece. “Luego dependemos de los perros que la olfateen. Sin ellos no hay trufas”, reafirma de Hagen.
“Trufas del Nuevo Mundo” tuvo su primer tuber melanosporum una tarde fría de agosto de 2016. Para esto, habían traído desde Soria, España, a Tina, una labradora de siete años que les allanó el camino. España es uno de los lugares en el mundo en donde la truficultura está más desarrollada. El olfato de Tina marcó las primeras trufas que emergieron de la oscura y fértil tierra bonaerense. La perra quedó preñada y hoy sus crías duermen en el fondo de la casa de de Hagen, que vive en Espartillar, y es quien tiene una relación más cercana con el campo, las trufas y los perros.

Fuente:www.lanacion.com

 

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