
El hockey femenino en la Argentina nació mucho antes de la aparición de Las Leonas. La historia olímpica de ese seleccionado nuestro, también. Sin embargo, nada hubiera sido igual sin la explosión que produjo la salida a escena de ese inolvidable grupo de jóvenes mujeres que ganaron la medalla plateada en los Juegos Olímpicos de Sidney, en el año 2000.
Siempre desde una lógica personal y arbitraria –seguramente imprecisa– sentí en aquel momento que comprendía la profundidad que esa conquista implicaba para esta disciplina. Habiéndome criado acompañando a mi viejo, el Abuelo Diego, a un montón de clubes donde los hombres jugaban al rugby, hacía un montón de años que había incorporado la idea –también parcial y un poco antojadiza– que ahí donde los señores jugaban de a quince, las señoras jugaban al hockey.
Claramente, no en todos los clubes con rugby se jugaba al rugby, no solo en clubes con rugby se jugaba al hockey y no solo las mujeres jugaban al hockey en esos mismos clubes. Pero tomando el concepto como un genérico imperfecto, sentí intensamente que la conquista del 2000 podría permitirle a este hermoso juego romper el cascarón de un micro ambiente entrañable y casi ancestral –se trata en la Argentina de una disciplina centenaria–; me quedé corto en la percepción. Dos décadas más tarde, no solo este es el juego, por mucho, más popular entre los de conjunto de nuestras chicas, sino que no deja de sorprender el volumen federal de su desarrollo. Gracias a Las Leonas como colectivo y a Luciana Aymar como ícono innegable aún dentro de una legión de enormes líderes y talentos las canchas de hockey se expanden aún por los rincones más remotos de nuestro territorio. Si me permiten una exageración, siento que hasta hay canchas donde no hay un club. Y quizás ni siquiera exagere.
Cómo suele suceder con este tipo de fenómeno, el camino a la gloria estuvo lejos de ser apacible.
La historia comenzó con victorias ante Corea del Sur y Gran Bretaña. Ya clasificadas para la segunda fase, perdieron previsiblemente con Australia y cerraron la clasificación ante España. Fue una derrota injusta ante un rival avaro que apenas si pasó la mitad de cancha un par de veces. En una, un córner corto selló la derrota.
Aún frustradas por el traspié inesperado, la vuelta a la Villa Olímpica fue bastante tranquila. Al menos hasta que se cayó en la cuenta de que el sistema de competencia establecía que la rueda siguiente se disputaba con el sistema de arrastre de puntos. Los tres clasificados por ambas zonas avanzaba acumulando los puntos ganados en sus partidos con los otros dos. Luego, se jugaría solo ante los tres del otro grupo. Clasificadas a la par de Australia y España, Las Leonas encararon la instancia clave sin puntos en el haber. Con poco tiempo para levantar el ánimo, el mensaje fue contundente: la única chance de podio era ganar los tres partidos siguientes. Fue 3 a 1 ante Holanda y 2 a 1 ante China. Y el mano a mano contra Nueva Zelanda, que aseguró la plateada, fue una de las más extraordinarias demostraciones de entereza, compromiso, contundencia y talento individual al servicio de lo colectivo que recuerdo en la historia de nuestro deporte. Y no hablo solo de hockey.
Siempre es injusto hacer nombres propios cuando nada superó la impotencia del equipo. Pero apenas pienso en ese histórico 7 a 1 se me vienen tres imágenes a la cabeza. El tremendo gol de la capitana Karina Massota, que había atravesado la dolorosa frustración de Atlanta 96 cuando llegó habiendo sido la MVP del Mundial del 94 y jugó disminuida por una lesión. La enormidad de Cecilia Rognoni, una especie de Daniel Passarella de los mejores días, capaz de defender hasta con la cabeza, pasar al ataque y marcar dos goles en la misma función. Y Vanina Oneto, goleadora y líder por naturaleza, capaz de cerrrar la goleada llorando a mares a sabiendas de que el podio ya estaba en casa.
Después vino otra derrota ante las intratables Hockeyroos australianas. Pero el salto a la historia ya estaba dado.
¿Y por qué Leonas?
En la previa del partido con Holanda, punto de partida de la resurrección, Inés Arrondo, actual Secretaria de Deportes de la Nación, terminó de darle forma a su dibujo. Y el dibujo de la leona llegó a la camiseta. Y las autoridades del torneo no se dieron cuenta de que en la camiseta argentina había algo infrecuente. Y prohibido: por protocolo olímpico, en las camisetas de los deportistas no puede haber el logo de su Federación. Solo el de su Comité Olímpico. Algo me llamó la atención apenas comenzamos la transmisión de aquel partido. Apenas una anécdota para la vanidad del observador.
Hace un par de años, desafiado en una discusión en la que se rotulaba al hockey como un deporte de “chetas ricas” me tomé el trabajo de revisar cuantos equipos jugaban en la categoría de hasta 9 años, grupo en el cual había estado compitiendo mi hija Joaquina. Solo en el AMBA competían más de 300. Ya no solo hablamos de San Fernando, CASI, SIC, Belgrano, Buenos Aires o Pucará sino de River, San Lorenzo, Ferro, Lanús, Los Andes, Tristán Suárez, Huracán, Vélez, Independiente, Racing, Camioneros y siguen las firmas… Imposible medir hasta donde el fenómeno Leonas instaló esta lógica.
Injusto ignorar que, en buena medida, esta maravilla fue culpa de ellas, las admiradas chicas de Sidney.
Fuente: Infobae
Deja el primer comentario