“No fumo, no tomo rapé, vino ni licor alguno, no asisto a comidas, no hago visitas ni las recibo, no paseo, ni asisto a teatros, ni a diversiones de clase alguna. Mi ropa es la de un hombre común. Mis manos y mi cara son bien quemadas y bien acreditan cuál y cómo es mi trabajo diario incesante para en algo ayudarme. Mi comida es un pedazo de carne asada, y mi mate. Nada más.”
Así le contaba Juan Manuel de Rosas a su entrañable amiga Josefa Gómez, “Pepita”, con quien se carteó durante años, cómo vivía en el largo exilio que duró 25 años.
En 1852, tras la batalla de Caseros, el hombre más poderoso de su época partió a Southampton (Inglaterra), donde vivió hasta que su hija Manuelita se casó con Máximo Terrero y se mudó a Londres. No le sobraba dinero y le habían confiscado sus bienes. Salvo Justo José de Urquiza, quien le prestó alguna ayuda, y unos pocos más, el resto le había vuelto la espalda luego de que cayera en desgracia. Muchos de quienes habían gozado de su confianza buscaban un lugar bajo el nuevo sol.
En 1865 se trasladó a una finca rural, Burguess Farm, donde recreó una pequeña chacra. Allí, The General Ross, como le llamaban sus vecinos, volvió a sentirse como un gaucho; se levantaba al alba, montaba a caballo y pasaba muchas horas al aire libre. Por las noches se encerraba en su cuarto a leer o escribir.
En 1870 murió Juan Bautista, su hijo varón, de quien poco se conoce.
Su ánimo, igual que su energía, fue decayendo lentamente, mientras en su patria se olvidaban de él. Un sábado glacial del invierno de 1877, poco antes de cumplir los 84, permaneció demasiado tiempo a la intemperie y se pescó una neumonía. El lunes 12 de marzo, el médico que lo atendía envió un telegrama urgente a Manuelita, quien acudió esa misma noche y no se apartó del lecho de su padre. El día martes experimentó una efímera mejoría: a la mañana siguiente, miércoles 14 de marzo, dejó de existir.
Un año antes de su muerte, había dispuesto un agregado a su testamento: “Mi cadáver será sepultado en el cementerio católico de Southampton hasta que en mi patria se reconozca y acuerde por el gobierno la justicia debida a mis servicios”.
En 1989, 112 años después, el ataúd fue rescatado del viejo cementerio de Southampton y trasladado a Francia por vía aérea. En Orly se vivió el primer momento emotivo: cuando se abrió el cajón para cambiar el féretro, se hallaron entre las cenizas una dentadura de metal, un crucifijo y el plato de porcelana que Rosas utilizaba a diario.
En Buenos Aires, los restos repatriados fueron recibidos con todos los honores y depositados en el cementerio de la Recoleta, en la bóveda familiar de los Ortiz de Rosas, donde se encuentran actualmente. En 1999 se inauguró el monumento emplazado en avenida del Libertador y Sarmiento, en el mismo lugar donde se levantaba la legendaria residencia de San Benito de Palermo.
A 144 años de su muerte, para algunos sigue siendo un tirano, en tanto que para otros fue un gran defensor de la soberanía y la nacionalidad, empezando por el general José de San Martín, quien le confió su sable como tributo a la firmeza con que defendió la soberanía nacional.
Juan Manuel de Rosas no pasó desapercibido, sino que dejó una huella indeleble en la historia argentina, algo que hasta sus detractores de ayer y de hoy deben admitir.
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