La patada…

El escritor carhuense Nicolás Marino publicó en su portal www.elsoplon.com.ar, el cuento de su autoría que da cuenta de una anécdota graciosa que refleja las características de la convivencia en las primeras décadas del siglo pasado.


“Cerrá los ojos, que vas a despertar a tus hermanas”, le dijo José a la menor de sus hijas. La frase, que para el hombre se había convertido en una muletilla, tan recurrente como los desvelos de la pequeña, era tomada por Susanita como una advertencia seria. Obrando en consecuencia, cerraba con fuerza sus ojos grises, dueños de una mirada intensa que contrastaba con el tono dulce de su voz de infante. A esa edad, ¿qué podía ser tan importante como para robarle el sueño? Para José, los desvelos de su hija eran un verdadero misterio.

Mientras avanzaba por el pasillo, ensayó la reprimenda que le dedicaría a Pepe cuando lo encontrara —estaba seguro de que así sería— saltando sobre la cama de su hermano, haciéndole cosquillas o asustándolo con alguna de esas historias que solía contarle por el simple placer de mantenerlo despierto. Las sombras que proyectaba la luz del farol que llevaba en su mano izquierda eran infinitamente más tenebrosas que la “llorona”, “el caballo sin ojos” o cualquier personaje imaginario, pero la costumbre había neutralizado su efecto y los niños las asociaban a un peligro más concreto: el ingreso inminente de su padre. Detenido en el vano de la puerta, José se sorprendió al descubrir que el pequeño Oscar dormía, y no porque Pepe hubiera tenido la deferencia de dejarlo dormir, sino porque él también se había quedado dormido. Era evidente que las clases de apoyo lo habían agotado y, aun en el caso de que no mejorara su rendimiento escolar, ya podía considerar un acierto el haber contratado a la joven maestra. En rigor, no era maestra, no todavía, pero en una semana de trabajo había logrado lo imposible: que el mayor de sus hijos varones estuviera dormido a la hora señalada.

Camino a su dormitorio, se desvió y salió a la galería. En el centro del patio había un aljibe en torno al cual, deliberadamente o no, la casa había sido construida. En jornadas como aquella, de calor y sin viento, el mayor contraste entre el día y la noche no lo protagonizaban el sol y la luna; tampoco la luz y la oscuridad. Era el silencio, un silencio parejo y omnipresente, lo que se destacaba en contraposición con el bullicio de la tarde: de los niños gritando y correteando; de las familias de las carretas, que se acercaban a sociabilizar, usar el baño o aprovisionarse mientras aguardaban a que el trigo que habían traído les fuera devuelto convertido en harina.

Así como el ojo se acostumbra y percibe siluetas en la oscuridad más profunda, el oído de José, habituado a esa clase de silencios, era capaz de distinguir, transcurridos unos pocos segundos, la corriente del arroyo, la caída de una rama en el monte de eucaliptos, el canto de una lechuza o el andar ligero de alguno de los tantos gatos que merodeaban la casa porque su hija María Luisa los alimentaba en secreto. Esa noche no. No se oía absolutamente nada; solamente el silbido de su propia respiración. Con la sensación de nunca haber sido testigo de una calma tan completa, se dispuso a apagar el farol para apreciar las estrellas en todo su esplendor cuando un alboroto distante lo arrancó del embelesamiento. Con el farol en la mano, avanzó raudamente, por encima del pasto, sin respetar los senderos prolijamente delimitados. Atravesó el monte de eucaliptos y llegó al gallinero. La puerta estaba abierta, apenas entornada, y las gallinas cacareaban y agitaban sus alas, alteradas por algún motivo. Le sorprendió que Josefina, la mayor de sus hijas, tan aplicada siempre en sus labores, hubiera cometido semejante descuido y pensó que quizá había llegado el momento de que su hermana María Luisa comenzara a ayudarla en las tareas más sencillas. Después de todo, ya tenía edad. “Lo peor que puede estar pasando —se dijo— es que se haya metido un zorro o una comadreja”. Cuando tiró de la puerta para ingresar y averiguarlo, el contorno de una sombra y el sonido de una respiración agitada le permitieron saber que el intruso pertenecía a otra especie. Se quedó quieto por un instante. El otro tampoco se movía. Un suave cosquilleo atravesó su cuerpo de punta a punta. Sin perder el aplomo, cerró la puerta, la aseguró con el candado y regresó a la casa, caminando tranquilo, respetando esta vez las formas de los senderos. Antes de ingresar a su dormitorio, se quitó los zapatos y apagó la luz del farol para no despertar a Magdalena, su esposa, que dormía plácidamente.

A la mañana siguiente despertó como si nada hubiera sucedido. Se levantó, se dio un baño, se afeitó, se vistió elegantemente, desayunó en familia y se sentó en la sala a observar cómo sus hijos más pequeños se preparaban para ir a la escuela. Después de llevarlos, hizo algunas diligencias, atendió un par de asuntos laborales, le dio tres o cuatro indicaciones al jardinero y le pidió a su esposa que le preparara el mate. Faltaría una hora para el almuerzo cuando, pava en mano, se sentó en uno de los bancos que miraban al aljibe a esperar a que su hija Josefina pasara con su canasta rumbo al gallinero. Cuando la vio, unos minutos más tarde, la llamó por su nombre. La muchacha se acercó con prisa.

—¿Adónde vas? —le dijo. Conocía la respuesta. La pregunta había sido pronunciada como una excusa para entablar una conversación.

—A recoger los huevos —dijo ella y le mostró la canasta.

—Dejá. Debés estar cansada. Hoy me ocupo yo —le dijo y se puso de pie.

No tenía sentido alarmarla revelándole el verdadero motivo por el que la liberaba de una de sus ocupaciones. La muchacha no estaba cansada, pero entregó la canasta sin cuestionar la decisión de su padre y se fue caminando, contenta pero algo desconcertada, por el mismo lugar por el que había llegado.

Cuando José abrió la puerta del gallinero tuvo la impresión de que recién al oír el sonido de sus pasos el intruso había decidido levantarse del piso. Con la intención de anunciar su llegada, había aclarado la garganta y había jugado con la llave, haciendo de cuenta que le costaba embocarla en la cerradura del candado. El otro estaba desalineado. Tenía el pelo aplastado en uno de los laterales de su cabeza, como si hubiera dormido sobre ese costado, y la ropa llena de tierra, de plumas y de pasto. Con la cabeza gacha, una boina marrón sujeta por ambas manos y los dedos nerviosos intentó pronunciar una disculpa que llevaba varias horas de ensayo, pero tras decir “Don José”, su lengua se enredaba en sus propias palabras. Era un hombre del pueblo. José lo tenía visto. Alguna vez le había encargado algún trabajo cuya naturaleza en ese momento no recordaba. Tenían prácticamente la misma estatura, aunque el otro era sumamente delgado y José tenía un cuerpo que podía ser considerado rechoncho o morrudo, dependiendo del afecto que le tuvieran los ojos que lo observaran. El intruso lo veía gigante. Condicionado por la ignominia de haber sido descubierto con las manos en la masa, se sentía disminuido en su presencia. José quiso ser franco y directo, y sin demorarse en preámbulos lo invitó a salir y le ofreció dos opciones:

—Usted decide —le dijo—, o lo denuncio por ladrón de gallinas o zanjamos el asunto con una buena patada.

—¿Una patada? —preguntó el hombre sin comprender.

—Sí. Una patada. En el culo —le explicó José hablando con naturalidad.

Al hombre la propuesta lo agarró desprevenido. Demoraba la respuesta no porque le costara inclinarse por una u otra opción, sino porque no daba crédito a lo que acababan de decirle. Una vez procesado el ofrecimiento, sus dudas se trasladaron a la posibilidad de estar siendo víctima de un engaño: ¿a quién iba a presentarle el reclamo pertinente si le daban una patada en el culo nada más que para divertirse y luego, de todos modos, le hacían la denuncia? Pero, aunque pateara con la izquierda, “Don José” procuraba ser un tipo derecho, y no iba a permitirse faltar a su palabra en caso de que llegaran a un acuerdo. Además, no tenía demasiadas alternativas. En su casa le habían dado el aviso: una más y se iba, y ya tendría serias dificultades para justificar la ausencia de la última noche y el regreso andrajoso, con las manos vacías, el olor a encierro y la ropa cubierta de plumas. Escogió la patada.

Por alguna razón, volvió a ingresar al gallinero. No querría ser visto mientras recibía el castigo, pero afuera no había nadie y adentro las gallinas miraban; con indolencia, pero miraban la escena. En algún punto debe haberles llamado la atención que el hombre que había pasado toda la noche entre ellas se hubiera mimetizado al punto de asumir, de repente, una pose similar a la de la empolladura. Parado detrás de él, José tomó carrera: dos pasos que en el arrastre de la suela de sus zapatos dibujaron una línea oblicua sobre el suelo terroso.

La clave de una patada bien dada, si es que existe tal cosa, radica en la habilidad del ejecutor para combinar las dosis justas de precisión, flexibilidad y firmeza. El centro del empeine debe impactar en el huesito dulce, que, en condiciones ideales, servirá de eje para que la punta del pie haga contacto con el escroto. Tomando estos parámetros como referencia, la patada de José fue perfecta. Tan perfecta que, un minuto más tarde, tuvo que asistir a su víctima, que se retorcía de dolor, para que pudiera levantarse del piso. El cacareo de las gallinas hacía imposible la comunicación, pero de algún modo, mientras lo ayudaba a sacudirse la ropa, se las arregló para hacerle saber que lo llevaría hasta su casa. En el camino no dijeron palabra. José estaba concentrado en la ruta y su acompañante circunstancial tenía la mirada perdida en algún punto lejano al otro lado de la ventanilla. Cuando llegaron, antes de que bajara, le aconsejó que dijera que él lo había contratado para arreglar el jardín y que, como no había terminado antes de que anocheciera, lo habían convencido de pasar la noche en la casa para cumplir con el encargo a la mañana siguiente.

—Atrás hay una bolsa con harina —le dijo—. Tómela y diga que con eso le pagamos.

El hombre acató en silencio, bajó del automóvil y tomó la bolsa. No había recorrido la mitad del trayecto entre el vehículo y la puerta de su casa cuando se detuvo. El dolor hacía que le temblaran las piernas, pero no soltaría la bolsa ni volvería a moverse hasta que José se hubiera ido. Estaba paralizado. Supo por el ruido del motor que se había quedado solo, porque no tuvo el valor de girar la cabeza para verlo alejarse. Entonces sí, dejó la bolsa en el piso y avanzó con dificultad para pedirle a su hijo que lo ayudara a cargarla.

Entre sus íntimos, atribuyó el dolor a una hernia. Con el correr de los días, las molestias cesaron, pero la vergüenza que sentía no menguaba y en su interior crecía, vaya uno a saber si promovido por la necesidad de desahogarse, el deseo imperioso de transmitir la historia de lo que había vivido. Decidió, entonces, hacer buena la recomendación de José y comenzó a contar la anécdota asumiendo el lugar que en la versión real habían ocupado las gallinas. En la reconstrucción que hacía de los hechos él había sido un testigo casual de cómo, con una regia patada, Don José había ajusticiado a un pobre desgraciado al que a veces apellidaba González, otra veces Macedo. Cada vez que le daban la oportunidad de compartir el relato modificaba alguna circunstancia, maquillaba un detalle, añadía una nota de color. Es imposible saber si lo hacía deliberadamente, para tomar distancia del suceso, o si el paso del tiempo hacía inevitable que incurriera en esa clase de imprecisiones. Todo, desde el clima de aquella mañana hasta el color de los huevos que empollaban las gallinas, estaba sujeto a cambios; todo menos la conclusión. A modo de cierre el hombre solía decir que de haber estado él en la misma encrucijada, habría elegido, sin dudarlo, la otra alternativa, porque, de acuerdo con sus palabras, no había sobre la faz de la tierra un culo capaz de resistir con decoro la terrible patada de Don José Marino.

1 Comentario

  1. Yo conocía LA frase ” No hay culo que se resista con la patada de MARINO” pero no sabía el origen, los protagonistas ni el porqué de tan ocurrente sanción.

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