Género / DOSSIER / Marzo de 2019 Enrique Díaz Álvarez
A raíz de la publicación de El género en disputa (1990), Judith Butler se convirtió en un referente contemporáneo del feminismo y la teoría queer. Pero se equivoca quien intente reducir la influencia de esta intelectual estadounidense a un solo campo de estudio. Basta releer ese libro revolucionario para advertir que aquel esfuerzo por desnaturalizar el género ya se inscribía dentro del compromiso ético-político que articula su proyecto teórico: combatir la violencia —normativa, simbólica, física, sexual o de Estado— que condiciona la vida de ciertos grupos que están más expuestos al daño, la exclusión o la muerte.
Es esta vocación por pensar crítica y transversalmente la precariedad —una categoría que engloba a mujeres, queers, personas transgénero, pobres, discapacitados, migrantes, apátridas y aquellos que forman parte de minorías religiosas o raciales— lo que ha llevado a Butler a poner el cuerpo en el centro de su filosofía política. Obras como Vida precaria (2004) o Marcos de guerra (2009) son un llamado para reconocer la condición de vulnerabilidad e interdependencia que nos define, así como para reconsiderar el alcance de ciertos afectos en la defensa y ampliación de los derechos civiles y políticos.
No es casual que su lectura en torno al poder del duelo y la indignación tenga tanta resonancia en sociedades que están marcadas por la desigualdad, la guerra o la violencia. Un país como México —en donde se producen nueve feminicidios al día y un tráiler refrigerado da vueltas con cadáveres hacinados por falta de espacio en la morgue—, no es más que un testigo atroz de que hay vidas que se consideran valiosas y merecedoras de ser lloradas y otras no.
El activismo y pensamiento político de Judith Butler conmueve porque obedece a un deseo de vivir: de hacer que la vida cuente, importe, sea posible. La presente entrevista se llevó a cabo a través de una serie de correos electrónicos intercambiados a mediados de enero de 2019.
La inquietante ola conservadora, que ha llevado al poder a neofascistas como Trump y Bolsonaro, se ha caracterizado por instrumentalizar discursos abiertamente racistas, sexistas y homófobos. ¿Cómo encarar desde la teoría y acción feminista esta política de odio y discriminación que amenaza derechos civiles fundamentales y ha encontrado un nicho en el electorado?
Sí, abordaría esto desde un punto de vista feminista, pero también desde el punto de vista de una alianza antifascista que contemple al feminismo, al antirracismo y a la lucha contra la transfobia y homofobia como prioridades. Tu pregunta me lleva a posicionarme dentro de un marco, el feminista, pero quizás el desafío de nuestro tiempo es dejar que los distintos marcos de la izquierda se cuestionen y alteren entre sí. Desde mi perspectiva, un feminismo que no es antirracista no es feminismo. Un feminismo transfóbico no es feminismo. Quizá sea necesaria una nueva manera de concebir alianzas que trascienda los marcos nacionales para producir coaliciones más amplias que comprendan cómo las diversas formas de opresión están relacionadas entre sí.
El camino para derrotar a un movimiento político basado en el odio es, sin duda, no reproducir el odio. Tenemos que seguir encontrando formas de oposición que no reproduzcan la violencia de aquéllos a quienes nos oponemos. Desde mi punto de vista, es imperativa una coalición agresiva no violenta, multirregional y multilingüe.
Hace unos meses, grupos de ultraderecha se movilizaron en São Paulo para impedir que dieras una conferencia. Te culpaban de atentar contra “los valores de la familia” y “confundir la identidad sexual de sus hijos e hijas”. ¿A tantos años de la publicación de El género en disputa consideras que es más urgente que nunca insistir en desnaturalizar el género y reconocer su carácter performativo para combatir los embates de un esencialismo y un binarismo tan beligerantes?
Como sabes, escribí El género en disputa hace treinta años y, por lo tanto, mi punto de vista ha cambiado. La cuestión ahora, de cara al movimiento de ideología antigénero, es defender el campo de los estudios de género, que incluiría enfoques performativos, relacionales, marxistas e interseccionales, entre otros. La idea de género resulta aterradora a estos adversarios porque creen que los roles sociales y las identidades deben derivarse del sexo que fue dado por dios. Un punto de vista que ha sido refutado por feministas, por las personas LGBTIQ, y por todos aquellos que buscan elegir cómo vivir su género, su vida íntima, su sexualidad y su amor. Ciertamente, no todo lo relacionado con nuestro género o nuestra sexualidad es “elegido”, pero aun así todos tenemos el derecho a vivir libremente en nuestros cuerpos, a vivir libremente nuestra sexualidad y nuestro género. Los marcos binarios funcionan muy bien para algunas personas, pero para otras son una trampa o una prisión. Por lo que en nuestras vidas deberíamos poder conducir estas posibilidades de la manera que mejor se adecue a nosotros. Y no funcionan de la misma manera para todos.
El movimiento Ni Una Menos ha logrado consolidarse en América Latina. En México, por ejemplo, las manifestaciones contra los feminicidios han conseguido visibilizar la violencia física y simbólica contra las mujeres en lo colectivo. Al mismo tiempo, en Estados Unidos parecen tener más impacto historias individuales de acoso sexual, como se ha visto en el movimiento #MeToo. ¿Cómo articular lo personal con lo colectivo e impedir que se dañe a una mujer por el simple hecho de serlo o que su muerte se convierta en un número más? ¿Son las historias de vida un medio efectivo para crear redes de solidaridad?
Es verdad que Ni Una Menos es una acción colectiva más poderosa, una que ha logrado expandirse a través de varias regiones del mundo, empoderando mujeres, personas trans y sus aliados. El nombre del colectivo es en sí mismo una demanda, un grito: no perderemos otra vida más. Ésta es una poderosa oposición a la violencia. Pero también lo es hacer más visible y perceptible la violencia sistemática contra las mujeres, trans y travestis a lo largo de América Latina y otras partes del mundo. En Estados Unidos, la ideología del individualismo es muy fuerte, por lo que #MeToo se sustenta en historias individuales que aparecen en los medios de comunicación, generalmente de personajes muy conocidos. En ese sentido, la política mediática se acerca más a las relaciones y acciones publicitarias. Por supuesto que la cantidad de historias que se han contado apunta al carácter generalizado del acoso sexual y la violencia en los Estados Unidos y en otros lugares. Pero sin una asamblea, sin un grupo que experimente un proceso de transformación en conjunto, el movimiento no podrá ser colectivo y no podrá tener el mismo efecto transformador en la cultura.
En Cuerpos aliados y lucha política (2017), mencionas que en cierto sentido no sólo el género y la sexualidad son performativos, sino que también lo son las expresiones y reivindicaciones planteadas en su nombre. ¿Piensas que manifestarnos junto a otros cuerpos en un espacio de aparición que nos vincula —por citar a Hannah Arendt— permite trascender nuestras pretensiones identitarias y actuar más contra y desde la precariedad político-económica que nos condiciona? ¿Cómo producir desde la izquierda alianzas efectivas a través, o a pesar, de la diferencia?
No creo que la sexualidad sea performativa. Y cierta parte del género definitivamente no es performativa. Lo que ahora sostengo es simplemente que, más allá de que nuestro género o sexualidad estén o no determinados de antemano por fuerzas sociales o de otra índole, todos tenemos el derecho de vivir nuestro género y sexualidad en público sin temor a la discriminación y la violencia. Reivindicar quiénes somos es un acto performativo en el lenguaje. Las alianzas efectivas se sustentan en cuerpos que se reúnen, exponen y combaten su precariedad. Pero también dependen de aquellos que no pueden aparecer en público, aquellos que están sin papeles, detenidos o en prisión. Por lo que las redes son tan importantes como las asambleas, y nuestros mundos virtuales pueden ser muy poderosos. Sin diferencia, no hay energía, ni vitalidad, ni coalición. Lo que nosotros valoramos es la diferencia, y es la condición de posibilidad de coalición.
A raíz de los ataques terroristas sufridos por Estados Unidos en 2001, tu obra se centró en explorar la guerra y la violencia a partir de una reconceptualización del cuerpo desde el ámbito político. Todo un llamado a reconocer la vulnerabilidad común —en tanto cuerpos inevitablemente estamos expuestos y dependemos de los otros— y responsabilizarnos por determinadas vidas que no se consideran dignas de ser protegidas o lloradas. ¿Consideras que apelar a esta vulnerabilidad e interdependencia es un punto de partida ético-político para defender la vida de migrantes y refugiados, cuya supervivencia está siendo amenazada hoy en día?
Sí, lo creo. Si pensamos en todos los grupos que son precarios, los indocumentados y los migrantes se encuentran entre los más vulnerables. Piensa en todos aquellos migrantes que ahora mismo son apátridas, que están sujetos a encarcelamiento o detención indefinida, sin derechos respecto a los poderes policiales que a menudo son violentos y crueles. Desde mi punto de vista, hay obligaciones que los ciudadanos tienen con los apátridas. No tenemos que pertenecer a la misma nación o Estado para estar obligados a defender mutuamente nuestras vidas en libertad y dignidad. Éstas son demandas éticas que trascienden a los Estados, regiones y autoridades internacionales. Necesitamos imaginar estos vínculos éticos por encima y en contra de las despreciables formas de dominación y abandono que se derivan del hipernacionalismo, el neoliberalismo, la codicia corporativa y el racismo sistémico.
En contextos de guerra y violencia de Estado como el que hemos vivido en México —desde el año 2006 se calculan más de 200 mil asesinatos y 35 mil desapariciones— se han multiplicado el duelo y la indignación de miles de madres, hermanas y familiares que, como Antígona, luchan por encontrar y dignificar las vidas y cuerpos que no han sido sujetos a duelo. ¿De qué forma sentimientos tan íntimos como el duelo o el horror pueden tener un alcance público duradero? ¿Está en la misma capacidad de experimentar esos afectos la clave para evitar que lleguemos a normalizar la violencia y dejar de oponernos a ella?
Creo que los familiares y amigos de los estudiantes de Ayotzinapa, y de todos los desaparecidos, nos han mostrado el poder político del duelo público. Ellos todavía no están de luto, sino que están exigiendo el derecho a estarlo. Ellos no pueden estar de luto antes de tener un informe exhaustivo de su muerte, antes de contar con una investigación justa y completa que determine quién es responsable de la pérdida de esas vidas. Por lo que exigir el derecho a duelo de manera pública está ligado a la exigencia de justicia política. Si no logramos estar de luto, no reconoceremos las vidas que se han perdido. Si no buscamos justicia para aquellas vidas perdidas, no podremos guardar luto. Es así como nuestro duelo deviene en protesta, demanda y es parte de un movimiento de justicia social.
Qué papel crees que puede jugar la lectura de ciertas obras literarias y crónicas periodísticas —o performances artísticos que justamente suelen trabajar con el cuerpo y el espacio público— para expandir ese vínculo entre el derecho al duelo y la demanda de justicia política. En México, por ejemplo, diversos artistas y escritores están trabajando con el testimonio de víctimas de violencia de Estado como la tortura…
Hablas sobre la posibilidad misma de experimentar lo que ha sucedido. Algunos teóricos del trauma lo han definido como aquello que elude la experiencia. Y hasta cierto punto, eso es cierto. Los brutales feminicidios y desapariciones son informados y conocidos, pero ¿están registrados? ¿Qué significa registrar un evento? En inglés, decimos “we take it in” (“lo asimilamos”) como si el registro fuera una cuestión de interiorización. Pero si el evento es demasiado terrible como para ser digerido, si califica como un trauma, no se puede asimilar, es entonces cuando requerimos otro tipo de exposición. El ámbito estético, incluidas las artes visuales y escénicas, puede ayudar a estructurar y abrir los sentidos para asimilar estas pérdidas, para permitir su reconocimiento y comenzar tanto el trabajo de duelo como la demanda de justicia. El arte público que pone en primer plano la injusticia de esas pérdidas brutales permite la creación de una respuesta compartida, un proceso histórico mediante el cual lo que antes era inasimilable se registra como pérdida y crimen.
Estoy interesada en lo que Einstein llamó pacifismo militante o una forma agresiva de no violencia. No es lo mismo agresión que violencia. Uno puede bloquear una acción de forma enérgica sin emplearla. Desde mi punto de vista, debemos oponernos a la violencia con toda la fuerza de las acciones colectivas que expresamos. Si no queremos reproducir lo mismo de aquéllos a quienes nos oponemos, tendremos que distinguir nuestra fuerza de la violencia. Las huelgas, las barreras humanas, la desobediencia civil, la acción directa, todas ellas pueden adquirir formas públicas de peso sin tornarse violentas. Si traemos más violencia al mundo, se normaliza más. Por lo tanto, deberíamos encontrar una manera de incorporar en nuestra práctica el rechazo a normalizar e intensificar la violencia en este mundo. Esta práctica encarnada es aquella que es compartida, en la que una dependencia continúa entre nosotros, entre aquellos que preservamos la memoria en la tierra, y define nuestra perseverancia y nuestros vínculos.
Imagen de portada: Conferencia en la Cátedra Latinoamericana Julio Cortázar de la Universidad de Guadalajara (UdeG), 26 de noviembre de 2018. Fotografía de Gustavo Alfonzo
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